miércoles, 2 de febrero de 2011

Esta historia no tiene nombre, como su protagonista.

Si le preguntas por su nombre te dirá que lo ha perdido, que ha quedado olvidado entre pseudónimos y motes, apodos de toda clase que le confieren cierta personalidad que incluso él mismo desconoce.
Se lo han robado junto a la dignidad que le quedaba, y cuando camina por las calles sabe que los demás se apartan, que le miran de reojo queriendo disimular. Es lo que tiene no ser nadie, pero les ha calado a todos: ellos que tienen una vida de verdad, una familia, que se creen que son felices mientras a él le van inventando historias cada cual más improbable.
Pero sabe lo que realmente es la felicidad. Es pasar frío todas las noches y de repente que un día un techo te resguarde. Tener hambre en cada momento, siendo capaz de “roerte tu propio codo” y que un día alguien te invite a un cacho de tortilla, fría y reseca, pero tortilla.
Qué concepto de felicidad tan extraño, os preguntareis, pero felicidad no es tener más dinero, ni poseer una casa más grande.
Él es feliz porque sabe valorar el resquicio de luz en los días más oscuros. Porque no teme a la muerte ni tiene miedo de nada, mientras el resto camina a paso rápido intentando escapar de vete tú a saber qué demonios.
Él camina despacio, observando con detalle, y sabe que nadie de León ha descubierto todo lo que ha visto él: no podrían decir de qué color se pinta el suelo en la madrugada, ni a qué hora exactamente la luna deja de brillar.




Pero nadie le creería si intentase describir los amaneceres desde su punto de vista. No serían capaces de entender lo angustiosos que pueden ser: la oscuridad que ocultaba todos los abatimientos se va, dejando paso a una luz que trae consigo de nuevo la desdicha.
Pero no se rendirá, intentará convencer al mundo entero que estando solo sigue siendo feliz, porque es capaz de sentir el azote del viento mientras el resto se escabulle o de prescindir de paraguas que no le dejen atrapar las gotas de lluvia con su lengua.
Pobres desdichados aquellos que buscan en la  vida la compasión y que no entienden otro lenguaje que no sea el de andar por casa.
Déjenle a él, todo orgulloso de sí mismo, seguir recorriendo su camino, aunque ya no le quede ni siquiera un nombre al que aferrarse.




Agono

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